sábado, 22 de julio de 2017

Merleau-Ponty y la filosofía del cuerpo tecnológico



Versión extendida del artículo publicado en el nº XXXVI de la revista Excodra (julio de 2017), dedicado a la "tecnología"


Nos equivocamos al decir: yo pienso; deberíamos decir: Alguien me piensa. (…)
Porque Yo es otro.
¿Qué culpa tiene el cobre si un día se despierta convertido en corneta? Para mí es algo evidente: asisto a la apertura, a la expansión de mi propio pensamiento: lo miro, lo escucho: lanzo un golpe de arco: la sinfonía se remueve en las profundidades, o entra de un salto en escena.

Rimbaud

En su último curso de 1961, Merleau-Ponty les había hablado a sus alumnos de estas líneas epistolares de Rimbaud. Sólo a través de un colosal “desarreglo” de los sentidos (dérèglement), decía Rimbaud en su carta, podía llegar a hacerse el “vidente” (voyant), y su famoso “Yo es Otro” no es sino la variación de su pensamiento más merlopontiano: On me pense. Alguien me piensa. O: alguien piensa por mí. Alguien, ese otro --pero, sobre todo, alguien que no es yo, alguien que es no-yo--, piensa en mí y ve a través de mí. Y lo que es más: dice ser . Ya no hay mí, pues. Sólo el “entrelazo”, la “comunión”, el “quiasmo”... todos esos términos que Merleau-Ponty utilizó y que convirtió en las piedras angulares de su filosofía. 

El recorrido exhaustivo por la filosofía de Merleau-Ponty, así como de sus tensas vinculaciones con la escuela de la fenomenología (de la que Merleau-Ponty se separa tanto por la intención como por los resultados de su obra, pero en la que se mantiene por el rigor analítico del método, como el evolucionado alumno de Husserl que era), sería una vasta tarea que por otra parte ya ha ocupado a muchos, por lo que este artículo no pretende hacer una síntesis de su pensamiento (aunque algo también hay de eso), sino poner el acento en algunos aspectos de su legado que a día de hoy se constituyen como efectos sorprendentes y provechosos para comprender nuestro tiempo. Me refiero a la huella que dichos aspectos de la filosofía de Merleau-Ponty han dejado, no siempre de manera consciente, en el arte y las ciencias contemporáneas. Como es lógico, en las artes performativas o que se ocupan del cuerpo, pero todavía más (y éste es nuestro punto) en las creaciones multimedia y tecnológicas de la actualidad. Asimismo, la reciente recuperación de la teoría de la “tactilidad” merlopontiana y su conexión con las políticas del cuerpo llevada a cabo por Judith Butler,[1] las filosofías del cuerpo y la sexualidad al estilo de Jean-Luc Nancy o Paul B. Preciado, así como la renovación de filosofías de corte materialista –por ejemplo en el Realismo Especulativo al estilo de Graham Harman, en el materialismo cyborgiano de Donna Haraway, en los estudios de género, en el "feminismo material" o en el revival del materialismo dialéctico žižekiano--, contribuyen de una manera u otra a reactivar la obra de este pensador enorme cuyo materialismo fenomenológico es una de las aventuras más apasionantes del pensamiento moderno, y cuya obra recién hoy empieza a sortear los fueros de una rigidez académica tradicionalmente afianzada sobre las dos patas de la filosofía analítica y el kantismo --es decir, en aquellas escuelas de pensamiento más “anti-merlopontianas”.

En nuestro mundo gobernado por la telemática y la virtualidad, por la política de salón y la digitalización creciente de nuestras vidas, pareciera que no hay lugar para una vuelta decidida a la materialidad, pero es precisamente esa disgregación y esa virtualización la que genera toda una corriente de pensamiento que, si bien no se adscribe al concepto clásico de “materialismo”, sí pivota en torno a la materialidad en alguna de sus formas. Esta materialidad ya no es la teoría de las sustancias ni la teoría de las esencias al estilo metafísico, pero sí nos vuelve a confrontar, de un modo pertinente y necesario, con los órdenes que afectan al cuerpo –ya sea éste el cuerpo en su sentido “carnal” o material, o en su sentido post-tecnológico y bio-tecnológico. Aquí es donde entran en escena las prácticas performativas del siglo XX, y sus sucesores naturales dentro de las artes y ciencias posmodernas, que como es sabido vienen aunando sus tentáculos, resultando de todo ello una síntesis biomaquínica y post-humana que pondría en tela de juicio las aparentes compartimentaciones y categorías de la vida o de la razón tal como son concebidas desde el cartesianismo y el platonismo.

Así es como, según ha escrito Teresa Aguilar García, el teatro anatómico de la posmodernidad incorpora “los avances tecnológicos de Internet, las videocámaras, la retransmisión vía satélite y los adelantos quirúrgicos al servicio de un cuerpo vivo modificable a voluntad y que supone el alejamiento de los cánones corporales en boga (…)”.[2] Y, ya antes de eso, desde el body-art de los años sesenta y el Teatro de la Crueldad de Antonin Artaud, pasando por las obras y anatomías de performers como Cindy Sherman, Carolee Schneemann o Samuel Fosso, hasta los cuerpos torturados de ese teatro anatómico del que habla Aguilar García, la artista quiroplástica ORLAN o el transhumanista Stelarc, vemos una línea de continuidad que se retuerce y culebrea en las simas y los pozos abyectos de la carne, entre los despojos de la identidad y los restos humeantes del sujeto trascendental… y que a menudo juguetea, como en una deriva merlopontiana de la posmodernidad, con aquel “desarreglo de los sentidos” que citábamos al principio.



Es precisamente el “quiasmo” lo que predomina en las prácticas multidisciplinares, en los ciberartistas, en los procedimientos queer de performers e instalaciones multimedia, donde el desarreglo de los sentidos rimbaudiano se diría que deviene en el análisis sinestésico de la realidad. Vemos esta interacción quiasmática (entre lo “virtual” y lo “real”; entre lo sentido y lo sintiente; entre la mano que toca y es tocada; entre lo que es “humano” y no lo es; entre lo que es yo y es otro...) en la profusión de realizaciones biomaquínicas, biotecnológicas o biopolíticas que de un modo u otro adhieren las ideas de Merleau-Ponty.

Es preciso apuntar que la llamada “filosofía del cuerpo” merlopontiana no es una filosofía de la pura “senstividad”, como equivocadamente se podría pensar, ni sus planteamientos tienen nada que ver con algo así como un enfoque "natural" de la percepción o del cuerpo (para Merleau-Ponty, justamente, percepción y cuerpo son ideas confusas cuyo mal entendimiento ha frustrado el correcto acercamiento a esos valores). Lo que Merleau-Ponty propone, precisamente, es superar las perspectivas clásicas del naturalismo, el realismo, el psicologismo y hasta de nuestro antropocentrismo reglado por una relación jerárquica de la conciencia, acudiendo para ello a una redefinición titánica de la percepción como fenómeno "impersonal" (en el "sujeto-corporal") y por tanto desubjetivada o virtualPor ello, cuando despliega su filosofía del cuerpo en torno a un minucioso análisis de la percepción y los “sentidos” (el tacto, la vista, el oído…), éstos no han de tomarse como una forma de arbitrariedad empírica ni de relativismo chato, puesto que los sentidos implican una pre-reflexividad que no es propiamente de la conciencia, como pensaba Sartre, sino relativa a un sustrato o a unos "estratos escalonados" (couches étagées) hyléticos, una "intencionalidad operativa" del cuerpo como centro virtual de conocimiento, y, sobre todo, una "apertura al mundo que somos" (être au monde) con la que, por cierto, Merleau-Ponty superará el dualismo conciencia-naturaleza. 
    
Como si se tratara de una versión cyborg de la estatua humana de Condillac, los creadores posmodernos resucitan esta problemática en torno al sentido, la materia y el ser en su relación con el cuerpo tecnológico. En su conocida obra de 2007, Tercera oreja, Stelarc se implanta en el antebrazo una oreja artificial, conectada a una interfaz que permite escuchar sus movimientos desde cualquier parte del mundo. Esa oreja implantada se extrae de su lugar convencional y oye por sí sola, se constituye en un “oír” desubicado de su centro natural, es decir de su condición de mero agregado del sujeto, para ser una pura entidad oyente, una pura escucha para sí o para el otro –pues, como leíamos en Merleau-Ponty, “toda percepción tiene algo de anónimo”--.[3] ¿Quién escucha a quién en ese diálogo imposible entre Stelarc y su oreja? ¿Es Stelarc u otro ente el que percibe ese aliento?... El sujeto hablante/oyente se disgrega y ya no ocupa una parte privilegiada del cuerpo; cada una de las partes de ese cuerpo (la oreja, la mano, el brazo, el ojo, el lenguaje…) es a su vez un sujeto. Y aun así, cuando atomizamos y desmontamos al sujeto, éste no se diluye en la “nada”. El sujeto no es, como dicen Hegel y Sartre, un “vacío en el ser”, sino “un hueco, un pliegue que se ha hecho y puede deshacerse”.[4]



Los sentidos, el sujeto y su integridad son temas constantes en los procedimientos del arte cibernético, en Stelarc o el catalán Marcelí Antúnez, que son una típica muestra del laberinto intersensorial al que los creadores de la posmodernidad nos tienen acostumbrados. Museos, galerías, instalaciones urbanas o instalaciones inmersivas incorporan con naturalidad el paso y el paseo continuo de los sentidos, el juego de las percepciones y las sensaciones; lo que antes era escuchar, ahora es ver o tocar, etc. –Y cabe recordar las potestades que Merleau-Ponty otorgaba a la visión, no solamente como percibiente de las cualidades del espacio y del color, sino incluso como sintiente de un resto eccético o de cualidades que son percibidas como experiencias vividas de un "espacio único": el ojo ve la blandura de la carne, la humidad de la tierra, la rugosidad o la porosidad de la piedra… El ojo incluso ve o subtiende otras cosas más difíciles de definir, como la dicha o el trastorno en un rostro; y el oído, por su parte, percibe "la irregularidad de los adoquines de una calle en el ruido de un carro, y se habla con razón de un ruido 'fofo', 'mate' o 'seco'", etc. No por casualidad, el espacio de la reducción hilética merlopontiana, el espacio de la materia, de la sensación y la percepción, es el lugar de las "quinestesias globalizadas", como ha dicho Sánchez Ortiz de Urbina, y es "el lugar de los artistas". 

En la mirada crónica de cámaras y dispositivos de videovigilancia (cfr. Michael Klier, Harun Farocki…) vemos asimismo la concepción de la visión “espectacular” de Merleau-Ponty, que surge al “abandonar al mundo mi mirada”; y la “tactilidad” propia de los objetos cyborg encarna esa sensorialidad ajena al sujeto que con anterioridad la ciencia sólo podía imaginar. La tactilidad es lo que se pierde, y lo que se busca, al adentrarnos en un dispositivo de realidad virtual. Y, si hiciéramos un ejercicio de anacronismo, de la virtualidad podríamos decir lo mismo que Merleau-Ponty decía de la sensación:

Experimento la sensación como modalidad de una existencia general, ya dada a un mundo físico y que corre a través de mí sin que yo sea su autor (…). No estoy por entero en estas operaciones, se quedan al margen, se producen antes que yo, el yo que ve y el yo que oye es en cierta forma un yo especializado.
(…) Lo sensible plantea a mi cuerpo una especie de problema confuso. Es preciso que encuentre la actitud que va a procurarle el medio de determinarse y convertirse en azul, es preciso que encuentre la respuesta a un problema mal planteado. (…) Y, sin embargo, sólo lo hago por petición, mi actitud no basta nunca para hacerme ver verdaderamente el azul o tocar verdaderamente una superficie dura. Lo sensible me da lo que le he prestado, pero lo que me da lo tuve de él.
(…) De tal manera que, si quisiera traducir exactamente la experiencia perceptiva, debería decir que se percibe en mí, y no que yo percibo.[5] 

Merleau-Ponty escribía estos pasajes pensando en la percepción “natural”, si bien ése es un concepto no muy distinto de lo virtual. Tantea con los procesos mescalínicos, funde y fusiona los sentidos (y el sentido) como en una experimentación de body-art y multimedia (como en A-Positive, la performance orgánico-robótica de Eduardo Kac en la que el artista transfería su sangre a un robot, que a su vez extraía el oxígeno de la sangre para mantener encendida una llama en su mecanismo, estableciendo así un punto de paralaje entre las fronteras de lo robótico y lo corpóreo, lo humano y lo no-humano, etc). Y, como ha escrito Teresa Aguilar García en su libro Ontología Cyborg, “la cibercepción acarrea consecuencias múltiples que trascienden la mera definición psicológica al perder el ‘yo’ sus estatutos”.

La percepción es llevada en Merleau-Ponty a su límite extremo, fuera del cuerpo (“sólo veo desde un punto, pero en mi existencia soy mirado desde todas partes”),[6] y con este proceso nos descubre que la carne no es solamente mi carne, sino que consiste en la esencia misma de la alteridad como requisito. El cuerpo nómada, el cuerpo cyborg, el cuerpo espectral, el cuerpo transgénero o el cuerpo transespecie… son todos pequeños retoños en estado larváreo en las manos de Merleau-Ponty. Y, si como ha dicho Jorge Fernández Gonzalo a propósito de Cronenberg, “el cuerpo pertenece a la ficción, a la construcción performativa, a sus discursos y prótesis tecnológicas”,[7] ese yo corpóreo adolece desde siempre un metamorfismo que trasciende sus meras funciones biológicas, sociales o de género. El acalorado debate entre “realistas” y “transhumanistas” es un falso debate porque se fundamenta, para los segundos, en la creencia arbitraria de un sentido del progreso y de un determinismo tecnológico atado a éste; y para los primeros, en una cuestión insoluble en torno a lo “natural” y lo “artificial”, lo “real” y lo “virtual”… Ya vivíamos de forma permanente, desde el principio y sin necesidad de ninguna quimera informática, en una phantasia virtual, y dentro de esa phantasia virtual también encontramos al cuerpo --pues no hay tanto una relación de reconocimiento con el cuerpo propio, sino una construcción psíquica, cuando no una imagen cultural y social--. En este sentido, el cuerpo “prehistórico”, el cuerpo anterior a la fantasía virtual, anterior al sujeto y a la conciencia, constituye un límite opaco e irreflexivo (irréfléchi) que no se somete a las tentativas del intelecto para penetrarlo, para dominarlo y formatearlo. El cuerpo, ya sea orgánico o tecnológico, es un límite textual en donde el reino de las ideas pierde su centro. El “ser en el mundo” sería así una instancia mucho más ambigua y radical, pues ese ser-cuerpo en el que nos intuimos insertos no sólo actúa como un ser silencioso, como el silencioso Selbst del que hablaba Heidegger, sino bajo unas operaciones que son incalculables.

La filosofía de Merleau-Ponty, a fin de cuentas, prescribe la necesidad del otro, o de lo otro, en el más amplio sentido del término: tanto como una condición necesaria para la existencia, tanto como un lazo ético-afectivo que nos circunda, tanto como un subtexto inerte (una “pasividad”, una "unidad antepredicativa del mundo") que “estaba ahí” antes de nosotros. El otro no es imposible, precisamente, porque el "yo" no existe. Y a partir de este lugar, de esta “comunión” o “entrelazo” merlopontiano, el papel del hombre en la filosofía --entendida como la historia asintótica de la toma de conciencia entre lo enlazado y el lazo, entre lo que percibe y lo que es percibido…-- aún puede tener un resquicio para ser.






[1] Judith Butler, “Merleau-Ponty y el tacto de Malebranche”; publicado en Los sentidos del sujeto (Herder, Barcelona, 2016).
[2] Teresa Aguilar García, “ORLAN y el teatro anatómico de la posmodernidad”; publicado en Ontología Cyborg (Gedisa, Barcelona, 2008).  
[3] Maurice Merleau-Ponty, Fenomenología de la percepción, II, 1 (Fondo de Cultura Económica, México D.F., 1957). 
[4] Maurice Merleau-Ponty; op. cit.
[5] Maurice Merleau-Ponty; op. cit.  
[6] Maurice Merleau-Ponty, Lo visible y lo invisible (Ediciones Nueva Visión, 2010).   
[7] Jorge Fernández Gonzalo; Políticas de la nueva carne: calas filosóficas en la filmografía de David Cronenberg (Excodra Editorial, Barcelona, 2016).

martes, 2 de mayo de 2017

La ética (prosaica) del deseo


       La ética (prosaica) del deseo
           Una lectura de El fantasma de la libertad, BartlebyLa ética del psicoanálisis
         Federico Fernández Giordano


         
San Agustín concebía la “obligación moral” como el fruto de la libertad humana (“La voluntad es libre, y la voluntad libre es sujeto de obligación moral”), y en esa misma línea encontramos la noción de Libertad en Kierkegaard, y aun la de libertad incondicionada en Sartre, todas ellas deudoras o afectadas de alguna manera por la idea aristotélica del Bien y la felicidad como finalidades últimas. En numerosos fragmentos de La ética del psicoanálisis, Lacan ya enmendó de manera magistral a Aristóteles y las tesis sobre la finalidad del Bien y la felicidad, y no hace falta tanto como leer a Lacan (un paseo por la “vida real”, por la vida amorosa o sexual, por la vida privada de las personas debería bastar) para constatar que la finalidad de los seres humanos no es siempre buscar la felicidad; que, una vez reconfiguradas las definiciones de lo ficticio y lo real, “las cosas no se sitúan para nada allí donde cabría esperarlas”;[1] y que, en contra de aquel orthòs logón (el “juicio recto”) del que hablaba Aristóteles, el recorrido característicamente lacaniano del “outsider”, del desvío o del viraje nos conducen a menudo a lo más importante del sujeto, por ser a la vez lo más íntimo y lo más desconocido (si se quiere, en una “experiencia del sí mismo” foucaltiana en la que el sujeto se situaría tanto en una relación con su sí mismo [su yo] como con su Otro mismo [su no-yo]. Se trata, pues, en lo tocante a la libertad, de una cuestión compleja que se presenta bajo múltiples aspectos: en un primer momento como problema volitivo [la relación entre lo factual y lo deseable]; en segundo lugar como problema epistemológico [el problema de la objetualidad y el sujeto]; en tercer lugar como problema ontológico [la relación entre Libertad y Necesidad]; y, sólo finalmente, como problema ético). Así, a despecho de ese canon clásico o existencialista que aún quería ver en la Libertad una instancia generadora de elección moral, se podría decir  que la “obligación” ética no nace de la libertad, a diferencia de la obligación moral, sino de la falta de libertad --o lo que es igual, de la relación recíproca que hay entre Yo y Otro, entre lo singular y lo colectivo, entre Libertad y Necesidad.

“Que todo esté permitido no significa que nada esté prohibido”, escribió Albert Camus en El mito de Sísifo. Los filósofos de mala calidad (los seres humanos de mala calidad) suelen pasar por alto este detalle, y es que: el libre albedrío, la contingencia absoluta, no liberan, sino que atan (atan a los otros, a lo que de común hay fuera de la experiencia individualista de lo social, como veremos). Hay una profunda ligadura en la libertad absoluta. (O, para usar la popular inversión lacaniana de Dostoyevski: si Dios no existe, y, en consecuencia, no hay límites para nuestros actos, eso no significa que “todo está permitido”.)

Este tópico de la contingencia desligada de la necesidad, que desde siempre ha dividido a los filósofos en una crisis entre lo empírico y lo metafísico, es el que vendría a fundamentar de manera errónea las tesis sobre el “libre albedrío” en lo tocante a las pulsiones y los deseos --que, traducido a los términos de nuestra sociedad de consumo y libre mercado, se pontifica como un bastión inviolable del individuo. Es ese mismo dogma del libre albedrío, o del “todo vale”, el que se apodera de los espacios de la ética liberal, la ética del laissez-faire y el comercio global; lo que, según se puede ver, significa antes bien una no-ética de proporciones globales, o como mínimo una ética contraria a los principios biunívocos (de dos sentidos) del intercambio relacional. El mundo entero está regido por esta desnortada tesis del deseo unívoco y sin límites, el deseo ligado a la voluntad egotista y a la exaltación capitalista del individuo, el deseo vampírico que será capaz de todo, de sortear obstáculos e impedimentos éticos para lograr su propia gratificación. Muy sucintamente, éste sería el meollo de muchos entuertos en torno a la ideología liberal (y su relación con la teoría de los deseos): la confusión entre libertad y deseo. Pues el deseo es aquello que nos ata, si cabe con más fuerza que nada, a nuestra propia ligazón con lo superreal y con la otreidad. No hay un deseo en sí, sino en copertenencia o relación a otras “entidades”, a otras “estructuras”, a otros “objetos de conciencia”, etc. En definitiva, hay una relación material (una relación prosaica, como diremos aquí) entre el yo y el otro, y no (y aquí radica el quid de la cuestión) un límite abstracto que separe la Necesidad de la Libertad.


La sombra del viejo Bartleby aparece como recordatorio de esa ausencia de límite entre Libertad y Necesidad. Bartleby está enamorado de su elección, pero porque esta elección es la ausencia de elección misma (y la lectura correcta de la frase de Bartleby podría ser: “no podría no hacerlo”; o “no podría no negarme a hacerlo”. Cabría preguntarse si la “voluntad libre” de Bartleby, aquella que para san Agustín era una potestad irreductible del hombre, no hubiera manifestado justo lo contrario, en caso de que pudiera darse algo así como una voluntad verdaderamente contingente separada de su Otro, separada de su Necesidad. En efecto, la voluntad libre de Bartleby podría impelerlo a realizar una acción u otra, a transigir los designios de la empresa --y gozar de ello-- o negarse a ejecutar su deber para centrarse en la ingrata tarea de supervisar la correspondencia de gente fallecida… Todas las contingencias están a priori al alcance de Bartleby, pero sólo una cosa es absolutamente necesaria: plegarse a su necesaria-contingencia). “Preferiría no hacerlo” es la verdad superreal y silenciosa ya no de Bartleby --porque al fin y al cabo es un personaje literario y como tal puede verbalizar aquello que nosotros silenciamos--, pero sí de aquellos que no somos Bartleby. Es la directriz no prevista en el diseño que regula nuestro esquema liberal de las decisiones. Bartleby está enamorado de su decisión porque: 1) es un mandato de la pulsión; y 2) porque desaloja la presunción de un sujeto libre de elegir. Así es como, en contra de aquella idea kierkegaardiana de una Libertad infinita que todo lo puede, que es capaz tanto de la condena como de la salvación, podemos afirmar que la libertad es el resultado de una profunda finitud o facticidad que la sostiene. O a la inversa: que el acto sólo puede darse de una sola y única manera (finita, ontológica, necesaria), pero ese acto es absolutamente contingente y no necesario en su aparecer. --Por eso “Preferiría no hacerlo” tiene todo el aire de una afirmación fortuita, a la vez que absolutamente necesaria. Por ello, Slavoj Žižek ha dicho que el amor es una especie de “desequilibrio cósmico”; el amor es la suprema idea necesaria-y-no necesaria, diremos aquí, pues no responde a ninguna determinación causal, pero no obstante se establece como ligazón irrompible con lo contingente.


Retomando La ética del psicoanálisis de Lacan (que, dado que el psicoanálisis es la ciencia del deseo, podría leerse como "la ética del deseo"), vemos que aquella pulsión definida por Freud como una instancia cuasi metafísica (en oposición al mero instinto físico animal), como una fuerza telúrica oscura, voraz y depredadora, es retomada por Lacan como un orden topológico y ético. Es notable el asombro de mucha gente al enfrentarse a un título como La ética del psicoanálisis, pues pareciera, debido a nuestra herencia freudiana, que las fuerzas subterráneas que ayudó a desvelar el neurólogo vienés no eran más que un amasijo informe destinado a una ciega autogratificación perpetua; y puede que lo sean en gran medida, pero la relectura que hace Lacan de este espacio relativo al deseo es mucho más prolífica, en el sentido de que allí se sitúa un espacio para la ética, un poco a la manera de Spinoza, y como tal, un espacio sujeto a la no-libertad de las acciones (las acciones singulares pero aun así subsumidas en una  cierta idea de colectividad) que implementarían dicha pulsión. El propio Lacan se encarga de recordarnos que no hay tal cosa como un “regreso a los instintos” (y mucho menos, a unos instintos “libres”) en el objeto del psicoanálisis –lo que quiere decir que tampoco hay ningún supuesto regreso a los instintos primarios (de destrucción o placer) en la elucidación del deseo--. En contra de esa trasnochada interpretación del objeto del psicoanálisis, Lacan nos advertía:

(…) construyendo los instintos, haciendo de ellos la ley natural de realización de la armonía, el psicoanálisis adquiere el cariz de una coartada bastante inquietante, de una jactancia moralizante, de un bluff, cuyos peligros no podrían dejar de mostrarse demasiado.[2]

Y nos habla también de cómo el “tú debes” de la ética kantiana (paradigma de la ética tradicional que reprime el deseo) tiene su correlato en el “fantasma sadiano del goce erigido en imperativo”. Esto es, el imperativo categórico de la ética kantiana y del “servicio de los bienes” instaurándose en una locución satánica del “bajo materialismo” batailleano. Pero esto no es lo que la ética del psicoanálisis, según Lacan, nos enseña. Y tampoco es ésa, diría yo, la finalidad del deseo. Tanto en el mito pagano del deseo libre de pecado, como en el moderno paradigma contracultural de la liberación de los deseos, opera una íntima “inhumanidad” (un íntimo “maquinismo”, diríamos hoy) que da al traste con esas pretensiones salvíficas. El deseo no es ninguna liberación, como tampoco es una herramienta revolucionaria. El deseo es aquello que nos ata con el maquinismo, la alteridad y la repetición “extimentes” (el deseo nos libera, precisamente, porque nos muestra que no somos libres). El anhelo de no ser máquina (de no ser alteridad, de no ser Otro...), como afirmación de la voluntad individual humana, es tal vez el último intento desesperado de aquella ética ancestral en la que se ha visto florecer todo un mundo de instauraciones, ritos y prácticas traumáticas –a las que en otro contexto llamamos contraculturales--. El deseo es “la metonimia de nuestro ser” (sic.), y en relación a esto Lacan nos impele, al contrario que en la ética protestante y kantiana, a actuar en conformidad con el deseo --pero no en una relación de autogratificación impune, desligada de nuestros actos, sino todo lo contrario, en el puro espacio de los actos, que por extensión serían así unos actos éticos (y aquí Lacan se muestra más materialista, en lo concerniente a una posible ética de los actos, que sus detractores materialistas).[3] De ahí que la analogía con la tragedia griega no sea gratuita en La ética del psicoanálisis, pues es la tragedia griega, precisamente, la que enseña mejor que ninguna otra cosa sobre las ligazones que nos atan a los actos. Que nos atan, en definitiva, al dictado del deseo comprendido como espacio ético. Ésta es la ética del deseo que suele pasarse por alto en las defectuosas lecturas de Lacan, e incluso de Freud, o que a lo sumo son el resultado de una típica lectura de los actos libres como separados de la Necesidad (esta separación es propia de la ética protestante, la ética sadiana, y, en muchos casos, la ética de la emancipación cultural). Esa ambigüedad del flujo del deseo, que, como bien dice Lacan al final de su seminario, no se sabe muy bien por qué existe ni para qué (precisamente porque su objeto no es uno, ni uno mismo, sino todo y nada), tiene una secreta urdimbre relacionada con el componente necesario del Otro.

Realizar el deseo se plantea siempre necesariamente desde una perspectiva de condición absoluta. En la medida en que la demanda está a la vez más acá y más allá de ella misma, articulándose con el significante, ella demanda siempre otra cosa, en toda satisfacción de la necesidad exige otra cosa, que la satisfacción formulada se extienda y se encuadre en esa hiancia, que el deseo se forme como lo que sostiene esa metonimia (…).[4] 

Lo que quiere decir, una vez más, que el deseo no solamente es aquello que hace las veces de un pegamento, como una argamasa o cemento que une lo disperso, sino que los propios elementos de esa hiancia son imposibles el uno sin el otro; y que, si eliminamos uno de los elementos de la ecuación, la ecuación sencillamente desaparece.[5] (Asimismo, recuérdese la relación Conchita/Mathieu en Ese oscuro objeto del deseo: de entrada podría pensarse que la constante frustración del deseo de Mathieu es la que lo empuja una y otra vez hacia Conchita, pero es la propia "presencia presentificada" de Conchita --su existencia insistente-- lo que da lugar al deseo y la frustración.) De manera que es la propia metonimia dialéctica del yo y el otro (el mirador que a la vez es mirado, el deseante que a la vez es deseado o no deseado, etc) lo que da lugar al yo y al otro; que el ser no es nada sin su alteridad, que la necesidad no existe sin su contingencia, etc. --Éste es el camino del “entre-dos” al que Lacan quería llevarnos: “No podría haber satisfacción para nadie fuera de la satisfacción de todos,”[6] dice muy spinozianamente. Y su arriesgada expresión de la “moralización racionalizante” no apunta a nada así como a una moralina, ni a una economía sacrificial del superyó, sino a que establecer una “relación justa con lo real” entraña cierta “implicación moral”, un “retorno a la acción” (algo que se percibe con toda claridad si nos atenemos al ámbito comúnmente inmoral, impersonal y abstracto de las políticas económicas liberales, fundadas en la conocida división protestante entre acto y verdad).   

La insistencia puesta en un deseo unidireccional y unívoco, decíamos al principio, enfocado en la consumación de un anhelo abstracto, es lo que legitima la construcción social del deseo como mercancía de consumo y banal espectáculo, así como la creencia libre en una voluntad incondicionada. Y la defensa de una libertad incondicionada adolece precisamente por no llamar la atención sobre el aspecto biunívoco o relacional de los axiomas de contingencia o libertad. Pues, como hemos visto, no habría tal cosa como una Libertad en sí, como una categoría ontológica suficiente y demostrable por sí misma, sino que ésta sería, antes bien, solamente demostrable por la atingencia con su Otro ineludible (la Necesidad), por la condición necesaria de una alteridad en la constitución del ser.


En definitiva, la “ética del psicoanálisis” de Lacan sugiere una cierta materialidad, un cierto prosaísmo del deseo (al concebirse este deseo en el hacer-se de los hechos, como vimos en la nota al pie #3; un hacer-se que prescinde de la aparición de un sujeto, en la medida que pueda serlo un “sujeto de la sexualidad”, para describir la aparición de un sujeto polivalente escindido entre lo simbólico y lo superreal: el sujeto espectral de la sexualidad); al convertir aquella instancia pseudo-metafísica designada por Freud como Wunsch (deseo) en un espacio topológico situado dentro de la relación necesaria de los actos y la objetualidad, Lacan tiene todas las razones para considerarlo un espacio ético (que no moralizante), pues el deseo ya no respondería así a una causa trascendental o abstracta. Llegados a este punto, aún cabría preguntarse: ¿y qué pasa con el objeto de deseo? ¿Puede seguir considerándose una instancia quimérica, o no es más bien que éste vuelve desde siempre en toda la actividad psicoanalítica, ni aunque sea oculto, travestido o reinvestido, pero identificado siempre en la resonancia del representamen? ¿No es lo Real esa cosa que reverbera tras el tejido del significante? No es nada nuevo: lo Real elidido, das Ding, el acto original del amor materno, el punto omega del misterio psicoanalítico… ha sido siempre un hecho necesario (un hecho arcaico, un hecho primitivo, un hecho perdido… pero siempre un hecho inaugural y necesario), por más que este objeto así recuperado sólo pueda designarse como Vorstellungsrepräsentanz (representación de representaciones), como una figura silente, opaca y, en último término, ininteligible.[7] Y si en los diez mandamientos de la tradición bíblica, según Lacan, se daba una expresión clara de la represión sobre lo Real --y en particular la represión sobre el incesto--, el psiquiatra francés nos hace notar también que esta represión (fallida) articulada en los diez mandamientos es lo que da lugar a la Palabra (con lo que aquí cerraríamos el círculo y volveríamos a remitir al tema de la relación entre lo factual --el acto y el decir-- y lo deseable).

En resumidas cuentas, el deseo nos hace libres porque nos ata a la necesidad; porque hay una ligadura y un atomismo en la transferencia, en las cargas y en la “tendencia al otro”; porque estamos sujetos a la inmaterialidad del objeto ausente, de ese objet autre que no es sino la quintaesencia mistificada del objeto sublimado presente. Hay un irreductible ligamen (un irreductible deseo) entre esos objetos de la conciencia y el yo que los conoce, y eso es lo que a menudo olvidan los que detentan o reclaman para sí una libertad absoluta de los deseos. (El ejemplo más típico lo tenemos, una vez más, en la sociedad de consumo, reflejo de la economía del deseo narcisista: enséñese a un sujeto, o a una sociedad entera de sujetos, a desear como una finalidad en sí, y se obtendrá un sujeto o una sociedad entera de sujetos neuróticos.) Es éste un claro anti-éxtasis para la economía liberal de las pulsiones, la misma economía liberal que pone el acento en el cumplimiento sin fisuras del deseo abstracto, pero deja a las acciones y los hechos empíricos impunes. (También es un anti ek-stasis, en el sentido propio del término, en tanto se deniega la necesidad de una externalización o de un orden metafísico del deseo; pues esta objetualidad --este prosaísmo-- del deseo en el hacer-se, tal como aquí lo hemos visto, es lo que constituye la ética en su sentido material. Asimismo esta des-externalización del objeto del deseo implica traer al tejido propio, a la objetualidad de los significantes y al cuerpo propio, la instancia nouménica de das Ding. Podríamos decir, en sintonía con Judith Butler y Merleau-Ponty, que el cuerpo esconde esa “cosa” inespeculable de la tradición filosófica y psicoanalítica; el cuerpo y el hacer-se constituyen por sí solos esa oscuridad necesaria de la conciencia, ese lugar irréfléchi –irreflexivo-- que decía Merleau-Ponty, y es por ello que tanto lo uno como lo otro --el cuerpo y la idea, el yo y su otro-- van de la mano.) Como es obvio, existe esta materialidad del deseo (esta ética) que nos ata al otro porque con ella ponemos freno a la destrucción del otro; porque con ella limamos las fantasías individuales de destrucción a un ámbito donde no puedan hacer daño, evitando así convertirlas en realidades intersubjetivas a la fuerza, amparadas en el resguardo del “todo vale”. Hay un límite ético entre el yo y el otro, un límite que resulta material o prosaico, pero por ello mismo todavía más urgente y necesario. O para decirlo en términos estrictamente éticos: tanto en el amor como en la guerra, no todo está permitido




[1] Jacques Lacan; La ética del psicoanálisis (Paidós, 2013), I, 3.
[2] Jacques Lacan; op. cit., XXIV.
[3] A este respecto, la locución hacer-el-amor no es fortuita, no tiene nada que ver con una supuesta manera figurada, ni mucho menos pudorosa, de aludir al acto sexual. Lacan también lo señala en su seminario: se designa con esta expresión la instancia puramente factual, la del facio (“hacer”, “construir”, etc), es decir que su sentido es dar forma o instituir aquella potencia abstracta y por tanto impersonal que llamamos amor. Ciertamente, hoy resulta cada vez más improbable hablar en un sentido propio de un hacer-se del amor, toda vez que por definición ésta es una instancia relativa al acto, y el acto –los hechos-- es aquello mismo que la economía virtual de los deseos ha fagocitado. Un mundo sin amor de facto, que se ha desvinculado de sus nexos con la materialidad de los deseos y de la ética, no es muy distinto del mundo del creyente o el fanático religioso,  el cual proyecta todo significado último en Dios o en un sujeto trascendental, y por tanto degrada o delega cualquier responsabilidad que pudiera haber en la actuación del sujeto empírico.   
[4] Jacques Lacan; op. cit., XXII. La cursiva es mía.
[5] Tal era la clave de El fantasma de la libertad (Luis Buñuel, 1974), y que parecía interrogarnos acerca de esa presencia fantasmal: ¿cuál podía ser ese “fantasma de la libertad” al que hace referencia el enigmático título del film? Precisamente, un elemento presente en la noción de libertad, pero bien que oculto a la vista: la necesidad. O mejor dicho: la profunda necesidad que hay de un azar total y absoluto. La necesidad absoluta de la contingencia.
[6] Jacques Lacan; op. cit, XXII.  
[7] En otro orden de cosas, Quentin Meillassoux ha demostrado de manera cabal y rigurosa, en Después de la finitud (Caja Negra, 2015), la pensabilidad de lo impensable, es decir el inalcanzable noúmeno kantiano –del que tantas correspondencias se extraen con lo Real lacaniano--, echando así por tierra toda la historia del neokantismo moderno. No por casualidad, la tesis central de Meillassoux, coincidente con lo que a mediados de los setenta Clément Rosset escribió acerca del azar radical, es la necesidad de la contingencia. Asimismo, Lacan se refiere a das Ding como esa causa noumenon que a nivel de la experiencia inconsciente es “lo que hace la ley”; y ¿qué puede haber más contingente y necesario a la vez que das Ding, que se concibe como una mancha informe de ausencia, como un caos puro inobjetuable, a la vez que resulta inseparable de la constitución del sujeto? 

Imágenes: Hans Bellmer.

jueves, 3 de noviembre de 2016

El Teatro de los Accidentes



*Desvío*

Si pensamos el concepto de “accidente” tal como es planteado por Paul Virilio --es decir, como reverso negativo del Acontecimiento original--, podría fundarse una escuela teatral (pues ¿qué es la sociedad del Espectáculo y la Información sino el puro "teatro de los accidentes"?). Así, se podría hacer una escenificación, a modo de cartoon escatológico, de las pequeñas tragedias del pensamiento (o de los pensadores) en su contacto con el accidente. Podría comenzarse por Burroughs matando de un disparo a su mujer, Joan, mientras jugaban a Guillermo Tell. Proseguiríamos con Barthes, atropellado por una furgoneta cuando cruzaba la calle; Camus estrellándose; Althusser cometiendo otro crimen insensato en un ataque de locura, estrangulando a su esposa Hélène; Debord volándose los sesos, Deleuze saltando por la ventana… Un muestrario de sketches tragicómicos que banalizan y descontextualizan, sin duda, la verdadera tragedia de fondo "personal" que constituye la derrota del pensamiento.

El accidente "hecho carne", hecho masa morbosa y polimórfica, indiscernible ya de sus anclajes trascendentes; el Acontecimiento hecho accidente, el acmé de la ontología clásica por supuesto diseminado en la corriente tumultuosa de las imágenes-movimiento, de las imágenes-mercancía y la doxa pecuniaria del saber... 

En este Gran Teatro de los accidentes no descubrimos nada nuevo; ya lo vimos en El show de Truman, en El tiempo fuera de quicio de Philip K. Dick, o en aquella película de Harun Farocki, Leben, donde los ciudadanos de la RDA eran obligados a "representar" sus vidas cotidianas bajo la batuta de siniestros directores de escena. Ahora bien, sí es posible identificar en este nuevo teatro de los accidentes una cualidad cada vez más servil y complaciente, la cualidad de asumir los roles post-escénicos sin ningún apremio de los "directores de escena" (o mejor dicho, ante la falta total de directores de escena). Como ha dicho Žižek, hay un Acontecimiento que espera siempre ser revelado; y la espera (la contemplación obsesiva en el Espectáculo y la imaginería, en el éxtasis) constituye la clausura de su propia escena.

jueves, 2 de junio de 2016

The War Game - El apocalipsis televisado y el final de la tragedia




*Desvío*

Artículo publicado en el nº XXIX de la revista Excodra (Marzo, 2016), dedicado a "la guerra".

Dentro del pasado ciclo de la Filmoteca de Catalunya, celebrado en noviembre de 2015, “Pensar el fin: cine apocalíptico y filosofía”, se proyectó el film de Peter Watkins, The war game (“El juego de la guerra”, 1965). Concebida como un “falso documental” para su emisión en la BBC, The war game narraba las vicisitudes de un hipotético ataque nuclear sobre Inglaterra, y debido a la crudeza de sus imágenes fue en un principio censurada y prohibida al público, a pesar de lo cual obtuvo un Premio de la Academia al Mejor Documental en 1966 y pudo relanzarse para su proyección. Cabe apuntar que la película se realiza en plena época de tensión nuclear, con la experiencia de la crisis de los misiles de Cuba todavía muy reciente, y la consecuente paranoia general en torno a la amenaza de un cataclismo en el seno de las principales potencias mundiales. Con una meritoria recreación de los daños, los heridos y damnificados entre la población civil de la ciudad histórica de Rochester, en el condado de Kent, la cinta de Watkins tenía la virtud de traer a primer plano los horrores inenarrables de la guerra, esos mismos horrores a los que hoy penosamente nos hemos acostumbrado; pero no nos hemos acostumbrado tanto al horror como tal, sino al horror en imágenes --no tanto la guerra como tal, sino la guerra como concierto de imágenes mediáticas: ése será el único patrón de veracidad en lo sucesivo, desde la aparición de los mass media y la tele-realidad, y en adelante en estas líneas. 

Pocos años después, el cineasta checo-alemán Harun Farocki iba a retomar los entresijos de la guerra para su película crítica sobre la industria del napalm y Vietnam, en Fuego inextinguible (1969), pero también en videoinstalaciones posteriores como Eye/Machine (2000-2002) y Serious Games (2010). Fuego inextinguible, aunque no fue reconocida con ningún Oscar de la academia, iba mucho más allá en la crítica del discurso televisivo y el lenguaje documental de su época. Un discurso y un lenguaje que todavía hoy se nos presenta en toda su problemática cotidiana, en la recepción de imágenes que informan el desastre cotidiano como una mercancía susceptible de ser consumida, digerida o fagocitada en su totalidad por los televidentes. Suerte de enajenación escópica que vertería los residuos de una realidad y de un desastre irrepresentables en los mecanismos de la tele-iconicidad y el culto de la imagen. 

En 1996, Jill Godmilow se atrevió con un extraño remake (“copiado” plano por plano) de la obra de Farocki, titulado What Farocki taught, y es interesante escuchar las reflexiones de la cineasta norteamericana hacia el final de la película: “We don't have a word for this kind of video” (“No tenemos una palabra para este tipo de vídeo”). En esta observación se evidencia para mí una cuestión de importancia capital, aunque no siempre puesta de manifiesto en el ámbito del análisis mediático, y es que: es igualmente importante (o más) aquello que no se muestra en la imagen; que el quid del asunto se encuentra en otra parte; que no estamos tratando solamente con imágenes… Así, lo que la película de Farocki y el remake de Godmilow escondían es aquello mismo que The war game pretendía mostrar con todo su dramatismo: el delirio de la guerra, el dolor, el sufrimiento sin límites…


Ahora bien: ¿cómo casa esta vindicación de lo que no vemos de Farocki y Godmilow con nuestra moderna condición de espectadores bulímicos? ¿No es precisamente una suerte de pan-mostración, descarnada e indiscriminada, lo que en las últimas décadas parece haberse convertido en moneda corriente en nuestro mundo hiper-mediático? ¿No son precisamente las imágenes que muestran-y-dicen-todo, como la tristemente célebre fotografía del niño muerto real yaciendo en una playa, las que tienen el poder de movilizarnos y “concienciarnos” de los dramas del mundo? Es posible que sí, pero esto pasa por un elevado precio a pagar, que es el precio de la muerte de la representación (no en un sentido limitativo de “representación pictórica”, sino en el más amplio de Vorstellung).[1]

En su lugar, tenemos una suerte de presentación omnisciente, o totalidad omnicomprensiva, suerte de crisol aléphico en donde se mostraría la realidad del mundo en su totalidad de efectos inmediatos, pero no hay allí ninguna lógica de la presencia como tal; no hay allí ninguna dialéctica de la diferencia, del cuerpo o de la perspectiva geométrica. Todo es un experienciar adulterado por la autogénesis de lo virtual y la auto-referencia tautológica. Una inter-periencia que no se fecunda en ninguna relación o delación con lo representado, que ya ni siquiera subsiste gracias a una referencia con lo representado, sino en tanto a su propia mismidad indiferenciada (su "desemejanza interiorizada", en expresión de Deleuze).

Desemejanza, pues, que no se limita a tomar por referente un motivo trascendental (el mundo, la Historia, lo real...), sino a producir y verificar su propia inhibición autorrecursiva, en la metaficción pura de un discurso sistémico que sólo habla de sí mismo.

Pues lo que allí verdaderamente ocurre, en las imágenes de la realidad mediática total e inmediata, es la producción de una serie de miradas (miradas-producto) que se concitan al unísono en lo decible y lo visible, y que no darían crédito siquiera a lo escondido y lo irrepresentado (lo que no se dice en los medios informativos), puestodo allí es dicho y presentado.

La presentación de aquellas imágenes o mensajes irrepresentables, pues, como la del niño Aylan muerto en la playa, es la manera que el propio sistema panosférico-aléphico global tiene de descongestionarse, de producir una falla por la que todo el sistema de signos reconocibles accede a su verdadera desmesura, su verdadera irracionalidad y su anti-idea. Se destituye así la noción de un espacio crítico capaz de tomar conciencia de lo que hay allí todavía no representadono dicho (a saber: las verdaderas causas de la catástrofe), y ya nadie podrá buscar, cuando todos seamos satisfechos observadores de esa pan-realidad “totalosférica”, los elementos que faltan, ni las claves silenciosas, ni los mecanismos ocultos. Es precisamente nuestra conciencia soberana, la que se deriva de la concepción escéptica y realista del mundo (“el mundo es así o asá, pero es tal como yo lo veo”), la que nos descontextualiza de nuestra auténtica dimensión crítica, en la burda anulación del fenómeno en favor de la (supuesta) realidad

“No tenemos una palabra para este tipo de vídeo”, dice Godmilow de la obra de Farocki, en la secreta sospecha de que eso es precisamente lo que ocurre con la realidad: que no tenemos una palabra para ella (o la tenemos, pero siempre es una palabra hueca). Y asimismo, cuando sometemos lo fáctico y lo fenoménico a la espectralidad radical de la hiper-mirada; lo que es esencialmente incomprensible y monstruoso a la inteligibilidad de una simple mirada descriptora del mundo.


En la película de Watkins, en definitiva, se echaba a faltar cierta mirada crítica sobre el propio aparato filmante, sobre el propio lenguaje operativo y por extensión sobre la realidad así contada. Las investigaciones de Farocki en torno a las “imágenes operativas” y las phantom shots de los misiles-cámara en la Guerra del Golfo, o sus acercamientos al sistema lúdico ideado para el entrenamiento de las tropas norteamericanas en Serious games –en el que la conducción de un tanque o de un vehículo armado puede ser concebida como la acción de un (video)juego--, sin olvidar las alusiones en torno al símbolo en Fuego inextinguible (“Un cigarrillo arde a 200 grados, el napalm arde a 1.700 grados”), o al propio sistema lúdico en piezas como Palabras y juegos (1998) y Juego profundo (2007), acometen el cuestionamiento del lenguaje tele-mediático por el camino inverso al de las representaciones realistas: en ellos no se intenta una recreación teatral, ni una puesta en escena de nada, sino que es esa misma supuesta representación del lenguaje telemático la que es suplantada por una suerte de denegación de lo representable mismo.

La tragedia, el drama infernal de la guerra de Siria y los mal llamados refugiados son percibidos, ahora sí, y de una vez por todas, como la presentación ilusoria de algo que ya no ocurre tras las barreras de lo simbólico y lo imaginable, sino que es ella misma, tras la desintegración irreductible de esas fuerzas que componían la jerarquía de la escena y lo real, la que se ha trasplantado al espacio privado del espectador: el sujeto es en sí mismo su propio creador de espectáculo, y como tal un eficiente productor de anti-producción. Es ella misma (la guerra) un ente baladí y post-real, una realidad sin real, pura hegemonía de lo virtual en la que el mero acontecimiento ya no es susceptible de ser aprehendido fuera de lo lúdico --como en el caso de los militares de Serious games, concentrados en sus pantallas de realidad virtual, que sólo muy lejanamente y de forma accidental, ciertamente de forma post-real, pueden identificarse con el origen de la tragedia material.


La tragedia es así trascendida y superada, en tanto que ya no hay un real mismo al que ahora representar. Muerta la representación, muerto lo real, muerta la tragedia. Y eso, a su vez, constituye la mayor y más desastrosa de las tragedias: no tanto la desaparición de los signos, pero sí la modificación de nuestra manera de relacionarnos con los signos. El desastre, presentado en ausencia de su dialéctica, presentado en el relato unívoco de un story-telling de magnitudes globales, no puede sino desprenderse de su propia carga, del peso que todavía lo sujetaba a su referente ontológico, a su suelo trágico, para acceder a una orbitalidad de gestos vacíos y poses. Gestos sin representación, poses sin cuerpo ni sustancia. Pura cadencia de una nueva música del final de los tiempos, para la que no parecen haber suficientes apocalipsis.      





[1] Según la traducción mas aceptada, el Vorstellung, tal como lo entiende Hegel en la Fenomenología del espíritu, se correspondería con “pensamiento mediante imágenes”; pero también como Das vorstellende Denken (“el pensar representador”, o “pensamiento como representación”).